Domingo 25 de abril.
Está colaborando; pero despacio. Tuve que pagar $9.500 de la academia y 4.000 de la pensión... porque me trasladé a una pensión; ya era hora. Sigo siempre con las Curitas, aunque pienso dedicarme al Geniol también. Empleo tengo casi seguro, en el Ministerio de Hacienda, gracias a Charles Fortín, pariente de la Poroncha; pero hay que esperar como un mes más. Aquí están siempre igual: aburriéndose y extrañándome; menos Panchulino, que sólo se preocupa por comer. Hace poco tuvo un trágico accidente, pero se repuso. Mañana vuelvo a respirar aire contaminado; total, no tengo trabajo fijo, soy libre y dueño de mis actos. ¡Tomá!
La venta de Curitas casa por casa ya se me había hecho costumbre; empezaba a tomarle el gusto al recorrer calles desconocidas, ver abrirse puertas, recibir muchas veces la generosa ayuda de la gente que cambiaba mis Curitas "color piel muy resistentes", por unos pesos y la snsación de ayudar a un joven estudiante con saquito de corderoy y anteojos de estudioso. A veces la puerta no se abría o la respuesta n era tan amable, claro.
En algún momento elegí Palermo como coto de caza, y todas las mañanas me tomaba el subte, hacía la combinación en Diagonal Norte y me bajaba en Pacífico. De allí arrancaba, siguiendo una calle cada día. La recorría por una vereda desde Sanya Fe hasta Córdoba y regresaba por la otra vereda. Generalmente ya era el mediodía, y, si había vendido lo suficiente, me premiaba con unos tallarines al tuco en un bolichón que estaba cerca del puente, por Santa Fe. Cuando volvía a la pieza del hotel, no había satisfacción más grande que desparramar los billetes y monedas que había recaudado sobre la cama, sumar y anotar todo, y luego repartir en partes: una parte para IDA, la academia, una parte para el pago del hotel, una parte para comer y otra para gastos generales. Cuando lograba cubrir la cuota mínima o superarla, me senía muy feliz. No siempre lo conseguía.
Cuando no vendía lo suficiente, mi almuerzo, al regresar al hotel, era un sandwich compuesto por un gigantesco pan Rondín y fiambre; mortadela, que era el más barato, las más veces. Comía sentado en la cama, leyendo algún libro o revista.
A la tarde, practicaba dibujo, y si era día de clases me bañaba y cambiaba y me iba a la academia. Era como ingresar al mundo real. Mi mundo. La personalidad cálida y chistosa de Borisoff me ayudaba a sentirme bien recibido, a pesar de que mi vocación para el diálogo y la confraternidad no había nacido todavía y me costaba mucho relacionarme con los compañeros. La secretaria, Isabel y el señor García, quien supongo administraba o algo así, también eran figuras simpáticas y afectuosas. Sólo Pereyra, a quien veía entrando y saliendo de su clase de ilustración, me intimidaba un poco. Tenía una sonrisa pícara, de soslayo, que atraía y alejaba al mismo tiempo. Había un profesor Constanzo, tambien, que enseñaba Decoración de interiores, si no me equivoco.
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