Domingo 20 de junio.
Ayer lloré. Volví contento por haber hallado un trabajo decente y pensando que ahora Mami iba a estar más tranquila; y fue todo lo contrario! En fin, todo parece haberse calmado y parece estar conforme con la situación; parece... ¡Yo no sé qué hacer! Pero supongo que debo seguir adelante. Hay mucha soledad aquí y es tan lindo esto, que cuesta irse; pero también cuesta dejar tantos sueños. Veremos qué pasa...
Cada vez que regresaba a mi casa en Villa Ramallo, fin de semana por medio, se repetía una serie de escenas que me iban desgastando psicológica y sentimentalmente: es que mi madre empezaba a sentir el golpe de mi ausencia y lo demostraba cada vez más abiertamente. Con el paso del tiempo ella iba comprobando que no había sido un simple capricho, un simple "darme una vuelta por la capital a ver qué pasa". Y entonces, a la fugaz alegría del reencuentro, a mi llegada, le sucedía la creciente tristeza de mi próxima partida. María Luján, mi hermana, hacía lo posible por apoyarme, pero también sentía que toda la atención de mi madre se centraba en mí y sufría por verse postergada
Todo esto me iba pesando cada vez más. Sumémosle la llegada del invierno, cuando los dedos empezaban a congelárseme a la intemperie y la aparente falta de un futuro en lo que yo estaba haciendo: vender curitas en los pasos a niveles o casa por casa. Yo me aferraba a mis estudios, porque sabía que la única posibilidad de no tener que abandonar todo y regresar a mi pueblo con las manos vacías era aprender, aprender y aprender. Por las noches, luego de una frugal cena, tomaba el libro de Loomis, Ilustración Creadora, y lo estudiaba a fondo, con pasión, cuando no me ponía a hacer las tareas que encomendaba Borissof. ¡Toda la anatomía que sé la aprendí aquel año!
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