lunes, 7 de julio de 2025

Deutschland Über Alles. Un cuento de ciencia ficción

 Desde hace algo más de un año, estoy escribiendo cuentos de ciencia ficción. El primero de ellos se publicó en la revista Sensacional, N°13, a instancias de su director, Christian Vallini Lawson, y a partir de ahí continué escribiendo, aunque no he vuelto a publicar. 

¡Pero el proyecto de publicar los casi 12 cuentos que llevo escritos ya se asomó en mi horizonte mental y afectivo!. Mientras voy viendo cómo y cuándo hacerlo, he aquí un adelanto. uno de los cuentos que más gusto me dio escribir:


Deutschland Über Alles

José Massaroli

 

Se cierne ahora sobre el mundo una época implacable

Jorge Luis Borges

En el bunker se vivían momentos de júbilo.

Adolf Hitler alzó la copa de champán y dijo:

—Señores: Los Aliados han firmado la rendición incondicional. ¡Hemos ganado la guerra!

—Heil Hitler! —clamaron los generales y ministros que colmaban el reducido espacio, mientras chocaban fervorosamente sus copas burbujeantes.

—¡Y todo gracias a nuestra máxima arma secreta... ¡La bomba atómica! —dijo el Führer con visible emoción. Llegó en el momento más apropiado, cuando el enemigo nos creía vencidos y había bajado la guardia.

—¡Los dioses nos permitieron terminarla justo a tiempo! Los soviéticos ya rodeaban el búnker y algunos derrotistas se atrevían a pedir la rendición —dijo Himmler, con lágrimas en los ojos—. Nos hemos ocupado de ellos, por cierto.

—Convengamos en que el novísimo bombardero de larga distancia puesto en acción por la Luftwaffe en abril, también contribuyó de manera decisiva a la victoria, mein Führer —intervino, pomposo como siempre, el mariscal Goering, tomando un bocadillo—. Sin esta maravilla de la aeronáutica alemana, la bomba nunca hubiera podido alcanzar Nueva York o Moscú.

—¡Por supuesto, querido Hermann!... sin olvidar las bombas voladoras V3, que nos entregó nuestro genial profesor Von Braun hace apenas unos días. ¡Con ellas, París y Londres estuvieron a nuestros pies! —respondió Hitler, palmeando con afecto al científico, que no pudo reprimir una mirada socarrona en dirección al obeso mariscal.

—¡Por los 1000 años del glorioso Tercer Reich! —brindó nuevamente el ministro Speer.

Blondi, la fiel perra ovejera del líder, sumó sus ladridos a las exultantes exclamaciones que acompañaban el brindis. De pronto, mirando a su amo, calló. Lo mismo hicieron todos.

El Führer, dejando su copa sobre la mesa atestada de mapas y papeles, había llamado a silencio. Haciendo girar distraídamente el mapamundi que ocupaba una esquina de su escritorio, posaba su mirada sobre América del Sur.

—¡Un momento! —dijo.

El ceño del flamante vencedor de la Segunda Guerra Mundial se ensombreció. Le temblaba la mano que sostenía el mapa y le costaba hablar. Con la otra mano llamó la atención de sus acompañantes hacia el extremo sur del continente americano.

—Todavía queda una nación con la que estamos en guerra...

—¡Oh, sí! —dijo con desdén el ministro Goebbels— Hay un lejano país que tuvo la inaudita osadía de declararnos la guerra no hace mucho, cuando el mundo entero creía que estábamos totalmente aniquilados, sin ninguna posibilidad de recuperarnos y pasar a la ofensiva.

—¡Una puñalada por la espalda, sin duda! —acotó el General Jodl.

—¡Un país al que teníamos por amigo!— se indignó Himmler, con el rostro enrojecido—. ¡Esto no puede quedar así!

—Claro que no —dijo Hitler, levantando sus ojos del mapamundi. Sus ojos refulgían enfebrecidos bajo el terrible ceño que sus generales habían aprendido a temer.

Hubo un prolongado silencio en el búnker. Desde afuera llegaba el rumor de las exclamaciones de júbilo de los berlineses y las marchas militares. La primavera había llegado y era un resplandeciente mediodía de fines de abril. Se oía el ruido de los pesados tanques Tiger que desfilaban entre las ruinas y escombros, todavía humeantes, de las avenidas destruidas por los bombardeos aliados, ahora llenas de banderas y estandartes, y una rauda escuadrilla de Messerschmidt 262, aclamada por la multitud, cruzaba victoriosa los cielos de Berlín.

Entonces, solemnemente, Hitler habló.

—Mariscal Keitel, comience inmediatamente los preparativos para la invasión de la Argentina.

—Jawohl, mein Führer!

La guerra aún no había terminado.


Dieter, a través de la ventana, veía el parque del Edén Hotel, donde se hallaba pasando unos días. Se dijo que no podía haber un lugar más bello y tranquilo en todas las sierras. El cielo estaba gris, soplaba el viento anunciando tormenta y hacía frío aquella tarde de septiembre de 1952. Todo invitaba a quedarse en la habitación junto a un humeante pocillo de café y seguir leyendo aquellos extraños apuntes que más se parecían a un cuento de ciencia ficción que a un diario personal.

—¿Cómo es posible? —se preguntó— ¿Será una broma? Se ve tan verosímil lo que cuenta este diario…

Nadie le respondió. Se hallaba solo en la habitación del hotel. Dieter, periodista de vacaciones, había llegado al valle de Punilla para completar una postergada investigación sobre la inmigración alemana en las sierras de Córdoba, y le pareció muy adecuado comenzar por el viejo hotel de fama internacional, administrado anteriormente por los hermanos Eichhorn, de origen germano, y ahora, tras la guerra, en manos de un consorcio argentino. Allí habían sido internados algunos marinos del Graf Spee, hundido por su propio capitán en el Río de la Plata en 1939, y muchos de ellos, cuando Alemania fue derrotada, se radicaron definitivamente en la región.

El día anterior, durante una entrevista con un veterano maquinista del acorazado, un tal Hans Zimmer, un tipo bajo, robusto y de ojos achinados, en una confitería de la avenida principal, éste le había alcanzado una vieja y gastada cartera de cuero, rota en el lugar en que había tenido una cerradura. En ella abultaban amarillentos papeles roídos por el paso del tiempo.

—Tal vez le sirvan estos apuntes que dejó mi compañero Ludwig en la habitación que compartíamos; un tipo raro, de dudosa lealtad al partido. Desapareció misteriosamente un día, en los alrededores del hotel y nadie volvió a saber nada de él; tal vez se fugó con la chica que hacía la limpieza, que también desapareció. Muchos lograron escapar en esos tiempos. Puede que a usted le interesen estas divagaciones, si es que logra descifrarlas —dijo el maquinista con una sonrisa enigmática.

De regreso en el hotel, Dieter sacó de la cartera los papeles, hojas arrancadas a un cuaderno escolar, escritas a mano en alemán con letra prolija pero nerviosa; los puso sobre la mesa, junto al vacío pocillo de café y los desplegó. La primera página decía así:


"Enero 25 de 1943. Hoy es el primer día en que puedo sentarme a escribir desde que llegué al Eden Hotel, un majestuoso edificio perdido en medio de las sierras de Córdoba. Me ha tocado compartir una habitación más bien pequeña, con otros dos camaradas del barco, pero dentro de todo no está mal. Se halla en una de las torres que dan apariencia de castillo a la lujosa construcción. Las camas son cómodas, la ropa limpia y gracias a la ventana que da al parque la vista es magnífica y muy buena la ventilación.


Enero 27. Ya me voy acostumbrando a la vida en este remoto lugar del mundo llamado La Falda, donde el azar de la guerra me ha traído, así como antes me acostumbré a aquella isla, Martín García. Extraño mi barco, eso sí; era feliz en el Graf Spee y me da mucha pena imaginarlo yaciendo para siempre bajo aquellas aguas barrosas. Pero la vida continúa. Por ejemplo, la chica que viene todos los días a asear la habitación, no sólo es bonita sino simpática; me recuerda a la novia que dejé en Kiel, aunque en versión mestiza: largo cabello negro (ala de cuervo), ojos del mismo color y piel morena. Lástima que no habla alemán, pero por señas nos entendemos bastante bien. Cosa curiosa: me dijo que, según le contaron los administradores, en esta misma habitación se alojó nada menos que el sabio Albert Einstein, cuando estuvo en la Argentina allá por 1925.

—Bueno... decir "se alojó" es demasiado —me aclaró Hans—. El maldito judío sólo durmió una siesta aquí tras el banquete que le ofrecieron en el salón comedor, y luego siguió viaje en el mismo trencito en que nos trajeron a nosotros.

—Será judío, pero ha descubierto grandes cosas —le dije, algo molesto por el fanatismo nazi de mi camarada—. Es una pena, sí, que se haya tenido que marchar a los Estados Unidos, donde sus conocimientos les serán muy útiles a nuestros enemigos. ¿Qué ganamos con perseguirlo tanto?

—No lo necesitamos —declaró taxativamente Hans—. Podemos crear grandes y poderosas armas sin su ayuda.

No quería discutir sobre política, de modo que me di vuelta en la cama y traté de dormir. El sueño no acudía y por eso cada tanto abría los ojos. No había mucho que mirar en aquella estrecha habitación, claro; cada vez más somnoliento, yo deslizaba la vista de una tabla del piso a otra, admirando lo ajustado y preciso de su encastre. De pronto advertí una irregularidad que me molestó, ya que destruía la sensación de perfección germánica con que me deleitaba. Una pequeña ranura apenas visible entre dos tablas, cerca de mi cama. Nada especial. Sólo el insomnio hizo que le prestara atención.


Febrero 2. No nos llegan muchas noticias desde Alemania, pero parece que las cosas se están complicando. Espero que el Führer y su corte de locos no nos lleven a un desastre. Hoy la chica me sonrió. Agustina, dice que se llama.


Febrero 3. ¡Algo de bueno tiene el hastío! Me había quedado sólo en la habitación (Hans y su fanatismo más la estulticia de Helmuth, mi otro compañero de habitación, me cansan un poco) y, reparando nuevamente en la ranura que antes mencioné, decidí ver qué hay debajo, ya que me pareció ver un brillo en el fondo del hueco, cuando le dio la luz del sol de la mañana. Mi curiosidad dio buen resultado: al sacar las dos tablas encontré una vieja y gastada cartera de cuero, cerrada con llave. La llave no se veía y ya estaba por romper la cartera cuando oí llegar a Hans y Helmuth por el pasillo.

Escondí todo bajo mi colchón y volví a colocar las tablas en su lugar. Esta cartera será mi secreto.


Febrero 6. ¡Al fin dispuse de un momento de soledad en la habitación y pude echar un vistazo al contenido de la famosa cartera! (Tuve que romperla, claro, al no disponer de la llave). Al principio sentí una leve decepción, ya que apenas contenía algunas páginas manuscritas, llenas de fórmulas y ecuaciones apretujadas y salpicadas de tachaduras y correcciones. Por un momento me acordé del sabio Einstein, que había estado en aquella misma habitación, pero rápidamente descarté el pensamiento de que esas anotaciones desprolijas y casi incomprensibles pudieran pertenecer al descubridor de la Ley de la Relatividad y la Cuarta Dimensión... ¡Sería demasiada casualidad!

Guardé todo velozmente al oír pasos, pero esta vez se trataba de Agustina, que traía el mate y la pava. La simpática nativa me está enseñando el arte de beber este extraño brebaje de los lugareños. Sí, es un tanto antihigiénico, de acuerdo, porque obliga a compartir la bombilla, pero su sabor es estimulante y propicia la comunicación. Solemos "matear", como dicen aquí, y conversar, dentro del precario dominio del español que voy adquiriendo a fuerza de larga práctica y de infinitos mates.

Febrero 9. El calor es agobiante. Por eso busco la sombra de los árboles cercanos, donde escribo estas líneas, y, para entretener las largas horas de la siesta (otro irrenunciable hábito de los lugareños que no logro adquirir), voy tratando de descifrar las fórmulas halladas en la cartera misteriosa. ¡Ah, sí! Olvidaba hacer constar que mi profesión en la vida civil es la de ingeniero; de ahí que yo posea sólidos conocimientos de física y matemáticas. Ellos me permiten emprender esta ardua tarea, sin duda superior a mis fuerzas, pero que sirve para distraerme durante el prolongado cautiverio. Parecen tener que ver, estas ecuaciones, con el tiempo y el espacio y las nuevas ideas acerca de la geometría no euclidiana. Tal vez no sea tan descabellado, después de todo, suponer que provengan de la misma mano de Albert Einstein. ¿Tal vez las olvidó aquí? O las escondió... pero ¿de quién? Los nazis no existían en 1925, cuando él visitó estas tierras.


Febrero 14. ¡Un hallazgo! En una hoja que se me había pasado por alto, aparecieron las instrucciones, escritas por la misma mano que las anteriores, para armar una especie de aparato electromagnético, un generador o mecanismo similar. No alcanzo todavía a comprender su propósito, pero me da la impresión de que yo podría llegar a construirlo si dispusiera de los elementos y herramientas apropiados. ¿Cómo conseguirlos en este rincón perdido de Sudamérica? ¡He ahí la cuestión que me obsesiona! ¡Tiene que haber una manera!


Febrero 22. ¡Por supuesto! La solución se presentó de manera natural: ¡Agustina va a conseguirme esos elementos! ¡Sí, ella conoce a un ferretero amante de la ciencia que tiene su pequeño negocio cerca del hotel, en la avenida principal, y, con tal de que yo comparta con él mis descubrimientos, está dispuesto a facilitarme todo lo que necesite! El hombre es de origen austríaco, Schultz, por eso nos entendemos perfectamente; parece discreto, y esta mañana ha venido a verme para ponernos de acuerdo. Le interesa la electrónica, además. ¡Estoy muy contento!


Marzo 3. Ayer mismo, a la hora de la oración, como dice graciosamente Agustina, recorriendo los alrededores, fui remontando el curso de un arroyo cercano, y cerca de su fuente encontré una cueva muy apropiada para instalar los artefactos que me proveerá el ferretero Schultz. Me acompañaba la chica, que oficiaba de guía y, no debería mencionarlo dado que me considero un caballero, pero no puedo dejar de mencionar que ella se mostró singularmente afectuosa conmigo y entusiasmada con el proyecto. ¡Hoy mismo voy a comunicarme con Schultz para que me lleve los elementos a ese lugar!


Marzo 11. ¡He dado comienzo a los experimentos! Una vez conectados los dispositivos electromagnéticos mencionados en las instrucciones de Einstein (¡Sí, ya no tengo dudas de que él sea el autor! ¡Estas ecuaciones son demasiado brillantes!) Tras hacer llegar la energía eléctrica a la cueva por medio de un cable que logramos conectar clandestinamente durante la noche, bajé la palanca de encendido y la extraña máquina empezó a funcionar. Es decir, a mover sus engranajes y antenas magnéticas, activar sus válvulas y electrodos, girar sus manecillas, encender sus reflectores y emitir un sonido agudo y discordante, muy fuerte, que me preocupó porque podrían oírlo desde el hotel. Apagué todo y al salir noté cierta luminosidad en el interior de la cueva y un olor extraño en el aire. Por un momento me sentí algo mareado, como si estuviera dentro de una nube de gas; pero luego se me pasó.


Marzo 16. ¡Los resultados son maravillosos! Cada vez que enciendo el aparato, el lugar parece transformarse. Todo brilla y se oscurece alternativamente, al ritmo de los rayos de luz que brotan de los reflectores que van adosados a tubos catódicos y bobinas magnetizadas; luego se transparentan las paredes de piedra maciza y... Me pregunto si todo esto tendrá algo que ver con el tiempo. ¿Tal vez con la cuarta dimensión, una de las obsesiones de Einstein? Anoche estaba conmigo el viejo Schultz y parecía asustado. Creo que no volverá. ¡Pero no importa, tengo que seguir investigando!


Marzo 19. Yo también empiezo a asustarme. Ayer, al encender el aparato se produjeron cambios como los que mencioné antes, pero con mayor intensidad y duración. Es como si la caverna se desvaneciera y otros elementos, otras cosas (¿otro mundo?), ocuparan su lugar o se superpusieran en el mismo espacio. Nunca vi nada igual. Estos efectos habrán alarmado también al sabio, supongo, si es que llegó a construir la máquina o a preverlos. No quiero que se descubra el secreto de la cueva. ¡Es algo demasiado importante como para que caiga en manos de nazis inescrupulosos como Hans o el teniente Hesse! Y creo que Helmuth. a pesar de su aparente indiferencia, también sospecha algo. Por eso es que sigo dudando si continuar o no con los experimentos; últimamente me andan siguiendo y tengo que cuidar mis movimientos hasta el punto de que estoy pensando en abandonarlo todo. Sólo hay una forma de averiguar si vale la pena correr el riesgo... pero no sé si tendré el valor de seguir adelante.


Marzo 21. ¡Esto va más allá de lo imaginable! Tras encender la máquina, se produjo una especie de niebla roja en el fondo de la cueva. La niebla avanzó hacia mí y en poco tiempo me envolvió; no pude escapar, paralizado, experimenté sensaciones que jamás había sentido antes. Todo se transparentaba. Fue alucinante. Luego, la niebla se disipó de a poco, y pude ver que el interior de la cueva estaba cambiado; era y no era la misma cueva.

Absorto, me quedé sumido en la contemplación de aquel fenómeno, hasta que de pronto reaccioné al ver que la nube regresaba, me envolvía nuevamente y me dejaba sin aliento. Caí al suelo, casi desvanecido. Cuando recobré el sentido, vi que la caverna había vuelto a ser la de siempre. Apagué la máquina y, tambaleando, salí de la cueva.”

Así terminaba el diario del anónimo marino del Graf Spee. ¿Sería real lo que contaba? ¿Había logrado crear un pasaje a otra dimensión o a un mundo paralelo? ¿Se trataba simplemente del delirio de un desequilibrado, o de una ficción, acaso? Dieter no lograba decidirse por una de esas posibilidades (“imposibilidades”, se dijo). Atónito, perplejo, confuso, el periodista meditó largamente.

En eso estaba, sin llegar a ninguna conclusión, cuando alguien golpeó a su puerta. Se levantó y al abrir, se encontró con un anciano alto y enjuto, calvo, con grandes bigotes blancos y barba descuidada. Estrechaba contra su pecho una carpeta negra.

—Disculpe que lo moleste, señor —dijo con marcado acento germánico—. He oído que usted anda investigando sobre los alemanes en esta ciudad, sobre todo, los que venían en el Graf Spee, ¿Es cierto eso? Si es así, le traigo algo que le puede ser útil.

—Así es, mi amigo. Todo lo que tenga que ver con los inmigrantes alemanes, mis antepasados, me interesa. Adelante, pase, póngase cómodo.

Luego de algunas concesiones a la urbanidad, el anciano, sentado en la única silla de la habitación, fue directo al grano:

—Mi nombre es Schultz, Friedrich Schultz. –dijo mientras sacaba algo de la carpeta—. He venido a entregarle este cuaderno, que he conservado durante años. Su contenido nunca dejó de asombrarme, se lo aseguro, desde que la persona a quien pertenecía desapareció sin dejar rastros. Era un tripulante del acorazado Graf Spee, que estaba internado en este hotel.

—¿Un tal Ludwig?

—Así es. Por sus confidencias, yo sabía que él temía que estos apuntes cayeran en manos equivocadas. Cuando desapareció, me atreví a ingresar a la cueva en la que él hacía no sé qué experimentos, y allí encontré el cuaderno. El tiempo transcurrido me hace pensar que este muchacho ya no volverá. Creo que se trata de algo muy importante y tal vez usted sepa qué hacer con esto.

Dieter tomó el cuaderno de sus manos temblorosas. El anciano hizo silencio, dando a entender que ya no tenía nada más que agregar a lo dicho. Finalmente, tras las reiteradas preguntas del periodista, musitó:

—Sólo le diré una cosa, mein Freund: No entre en esa cueva, si es que la encuentra. ¡Por Dios, no entre!

Schultz se despidió nerviosamente, y descendió con premura las escaleras del hotel. Dieter pensó en seguirlo, pero la curiosidad por ver el contenido del viejo cuaderno pudo más. Encendió el velador y comprobó con estupor que sólo quedaban unas pocas hojas; el resto había sido arrancado, y esas hojas que quedaban... ¡eran la continuación del diario de Ludwig!


“Abril 22. Pasé un tiempo sin acudir a la cueva, cuya entrada dejé bien cubierta de arbustos espinosos. La vigilancia de Hans y el teniente se volvió bastante notoria en los últimos días, y preferí esperar a que se les pasara el entusiasmo por espiarme. Por fin hoy, hace unos minutos, aprovechando un descuido de los camaradas, que estaban jugando al truco con unos lugareños que les presentó Agustina, pude llegar a la cueva sin ser advertido. Aquí estoy, tomando notas de los acontecimientos que se desencadenan aceleradamente desde que encendí de nuevo el aparato de Einstein.

Las cosas empezaron de la manera acostumbrada: luces espectrales de procedencia indeterminada, transparencia creciente de paredes y suelo, un sonido inclasificable que se vuelve ensordecedor... Aparece la nube roja… avanza… Otra vez aquel olor magnético. Ya estoy por apagar el aparato cuando todo cambia: la transparencia se hace total, hasta el punto de que ya no se ven las rocas ni el piso. Tengo la sensación de estar en el aire, como si flotara. Como si cayera. Desde el fondo de la cueva llega un rayo de luz azul muy fuerte que me atrae de manera inexplicable. Trato de no avanzar hacia allí, pero no puedo impedir dar un paso y otro y... de pronto, inesperadamente, ¡llega Agustina!

—¡Tenés que salir de aquí, Ludwig! ¡Tus camaradas han descubierto los papeles en tu habitación y vienen en camino!

La estrecho entre mis brazos para calmarla, y en ese momento veo a Hans y al teniente avanzando hacia la cueva… ¡Los veo a través de las paredes de piedra, que se transparentan cada vez más! ¡Están muy cerca!

Si entran aquí, estoy perdido: ¡se apoderarán de todo, me obligarán a hablar, querrán llevarle estos secretos a Hitler... ¡sólo hay una cosa que puedo hacer!... ¿Abandonar la máquina?... ¡No! ¡Me la llevo, no debo dejar rastros! Tomo a Agustina de la mano y me lanzo con ella hacia al fondo de la cueva. La roja luz me envuelve, me atrae irresistiblemente, siento frío, calor, vértigo... ¡Qué hallaré al otro lado?... ¡Oh, Dios, el cuaderno quedó en la habitación... espero que Schultz...! Ya es tarde para retroceder... ¡Oigo la voz cercana de Hans vociferando improperios... ¡Caemos!"

Pensativo, consternado, tras quedarse mirando largo rato los negros nubarrones que se cernían sobre las sierras, el periodista se dijo:

— Parecería que los compañeros de Ludwig finalmente nunca encontraron la entrada a la cueva. Habrán seguido de largo.

Si ellos, que seguían de cerca a Ludwig no pudieron hallar aquella entrada, ¿la encontraría él, después de tanto tiempo? Lamentó no haberle pedido más datos al ferretero. No parecía posible, pero tenía que intentarlo... ¡Dieter necesitaba constatar si había existido aquel extraordinario experimento! ¿Y cómo pudo Ludwig entregarle estas últimas hojas de su diario a Schultz? ¿Acaso regresó? se preguntó presa del desconcierto. ¿A dónde conducía esa especie de túnel luminoso que se abría en el fondo de la cueva? ¿Qué había sido de Ludwig? Lo menos que Dieter podía hacer era tratar de averiguarlo. Luego vería.

Bajó las escaleras del hotel, pasó junto a la pequeña piscina en desuso, y se dirigió a los fondos. Cruzó unos alambrados y se halló en un bosquecillo de talas. El viento arreciaba. Sabía que se hallaba al pie del cerro El Cuadrado, vecino a La Banderita, éste último, el más alto de la región, algo más de 1400 metros sobre el nivel del mar. La cueva debía encontrarse entre ambos, seguramente a la vera del arroyo El Chorrito, que bajaba desde la vertiente que brotaba en medio de ambos cerros, un sitio muy frecuentado por los turistas. Hacia allí encaminó sus pasos.

La cueva no aparecía, la lluvia era inminente y el periodista, cansado, estaba a punto de desistir cuando, casi tapados por un alto paredón de piedra, unos matorrales espinosos y resecos le llamaron la atención. Parecían haber sido puestos adrede para ocultar algo. Los apartó con cuidado, no sin pincharse un par de veces con las largas y agudas espinas. El interior de la cueva era muy oscuro, pero el eco de sus pasos indicaba que no tenía mucha profundidad. Tuvo que apartar una red de telarañas y agacharse un poco para poder llegar hasta el fondo.

Dieter empezó a temblar. De pronto, insensiblemente, se sintió atraído por una extraña fuerza proveniente del fondo de la cueva. Tal vez sólo se trataba de su emoción, la de saber que estaba siguiendo los pasos de alguien que había ido más allá de lo conocido. Tocó la pared del fondo. No parecía roca. Tenía una consistencia casi gelatinosa, irreal. Tuvo la sensación de que la podía atravesar con la mano si la extendía... y eso hizo.

Una sensación de frío le recorrió el brazo y lo hizo estremecer. ¿Debía seguir adelante? ¿No estaría poniendo en riesgo su integridad física o su misma vida? Nadie sabía que él estaba allí, nadie vendría a rescatarlo si le pasaba algo. No tuvo más tiempo para seguir reflexionando: la fuerza que lo había atraído se hizo repentinamente más poderosa y ya no pudo resistir. ¡De pronto, vertiginosamente, estaba cayendo, atravesando aquél suelo de piedra como si fuese niebla!


Cuando despertó, se hallaba tirado en el piso de la cueva. Aterido de frío, temblando, Dieter sólo atinó a incorporarse y salir de allí a toda prisa. La tormenta que antes se anunciaba a lo lejos, ya se desataba. Su mente se fue aclarando poco a poco al respirar el aire puro del exterior. Bordeando el arroyo, al llegar tropezando a un alambrado que lo cruzaba, vio el cartel: decía "Der Kleine Bach".

—Pero... estoy seguro de que el cartel decía El Chorrito, en castellano... —se dijo.

Siguió caminando. El fresco de la noche lo fue despejando, aunque seguía bastante confundido. Caían las primeras gotas.

En la entrada del hotel todo estaba igual que antes, todo normal... excepto la gran bandera alemana izada en lo alto de un largo mástil ubicado justo frente a la escalinata principal. Arriba del edificio, se destacaba entre relámpagos, la estatua del águila germánica. Se escuchó un trueno lejano, luego otro.

—¡No puede ser! —se dijo Dieter, secándose el sudor frío que le corría por la frente con el dorso de la mano—. ¡El gobierno argentino bajó esta águila cuando le declaró la guerra a Alemania, en marzo del '45!

Atónito, subió las escaleras. Se cruzó con gente bien vestida, turistas, que pasaban conversando tranquilamente en perfecto alemán.

Para serenarse y tratar de pensar un poco, se sentó a una de las mesas que había en la galería que daba al parque. La vista del elegante parque, pese a la lluvia, era espléndida esa noche, con todas las luces encendidas y los leones de mármol brillando bajo la lluvia. Una suave música surgía del interior del salón comedor, una música que el periodista, aunque le resultaba familiar, no lograba identificar... Echó un vistazo al menú y apenas le sorprendió comprobar que todo estaba escrito en alemán, con la traducción al castellano, más pequeña, debajo. Oyó la caída del primer rayo.

Se levantó, casi con resignación, y al llegar a su habitación se encontró con un ejemplar de la revista "Der Spiegel" sobre su cama. La hojeó sin ganas, pasando por alto la nota de tapa, cuya foto a gran tamaño mostraba a Hitler rodeado por su estado mayor, señalando el mapa de Sudamérica. Se anunciaban espectaculares revelaciones sobre el final de la guerra. Se recostó. Cerró los ojos, trémulo, afiebrado, pero ya en paz, y pensó:

—Alemania ganó la guerra, no hay duda. Luego invadió la Argentina y ahora aquí estamos. Pasamos de ser colonia inglesa a ser colonia alemana.

Antes de quedarse dormido, se escuchó decir:

—¡Qué locura la del marinero del Graf Spee! ¡Imaginar que la historia pudo haber sido distinta! ¿A quién se le ocurre que los Aliados podían haber vencido? El encierro lo volvió loco, seguramente.

Afuera, a través de las ventanas iluminadas por los relámpagos, se veía el lujoso salón comedor del Eden Hotel, en el que descollaba un enorme retrato del Führer rodeado de banderas nazis. Allí, los huéspedes cenaban apaciblemente mientras conversaban en alemán sobre las nuevas imposiciones a la Argentinische Republik por parte del Internationaler Währungsfonds y el Weltbank, la inflación imparable, el derrumbe de la economía por enésima vez, las protestas populares duramente reprimidas y las próximas elecciones.

En el piano, una bella muchacha rubia y de ojos azules tocaba con sentimiento "Deutschland Über Alles".

FIN








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